— Es que doña Esther no quiere platicar con nadie.
— No se diga más.
Era el 12 de febrero del 2012 (hoy hace exactamente 10 años) cuando fuimos los de Vértice24 por primera vez a ese asilo de ancianos por el Obispado en Monterrey.
Llevamos música, snacks y otras excusas para pasar tiempo de calidad con los hermosos viejitos del lugar, quienes en un 99% nos aceptaron con amplio entusiasmo.
Menos doña Esther.
A nada contestaba y cuando lo hacía era para tirarme a lucas.
Nada hacía que se abriera, ni las clásicas preguntas que abren cualquier conversación de la nostalgia como: ¿cuál es su comida favorita? ¿Se acuerda de su infancia? ¿Qué es lo que más recuerda de su juventud?
Nada.
Cero.
Recordé entonces la canción del príncipe de la canción, esa que dice que es verdad soy un payaso. Recordé también que la música lleva mensajes a donde las palabras no llegan y sobre todo, recordé que nadie está exento del poder de la imaginación infantil.
Entonces convertí mi ukulele en un violín imaginario.
Sin arco y sin melodías otras que las risas de Doña Esther quien vio como de repente éramos ella, mi violín improvisado y yo, la suficiente orquesta de lo inesperado y de lo absurdo.
Tal vez era precisamente eso lo que le faltaba, me refiero a la desconexión de la predecible realidad.
Imaginamos música y reímos y nos carcajeamos como si nos conociéramos de antaño, porque el tiempo a veces importa menos que lo que soñamos, porque imaginar es vivir las veces que queramos, donde queramos y con las reglas que decidamos.
Si recordar es volver a vivir, imaginar es vivir sin fin y sin restricciones.
Doña Esther me lo enseñó.
Y hoy te lo cuento para que no dejes de acceder a esas vidas que solo la imaginación otorga.
Visité otras más veces a doña Esther, quien desde entonces fue mi mejor amiga y amable maestra.